miércoles, 3 de enero de 2018

Relatos cortos de los Maddison, 02. Un nuevo nacimiento.


26 de Marzo del año 09 tras la apertura del Portal Oscuro.


Gritos, sangre, lágrimas y gente corriendo era lo único que aquel señor de bien era capaz de asimilar. Aquello más le parecía una catástrofe que un milagro. Tal era así que él mismo tuvo que ser atendido durante el parto de su cónyuge. Dos enfermeras fueron capaces de sostenerle tan raudas como vieron que el color sano y natural abandonaba la parte visible de su rostro, aquella que no estaba cubierta por el frondoso bigote con forma de dintel. Por suerte para ellas, y más aún para él, no era especialmente musculoso, ni mucho menos grueso, por lo que entre ambas fueron capaces de arrastrarle hacia una camilla cercana, en la que le tumbaron sin tener cuidado alguno con su ropa aparentemente cara.


¡Quédate tú con él! —ordenó urgentemente la más experimentada a la otra, a la vez que iba a por más toallas y agua caliente. La joven muchacha, cuya rubia melena estaba recogida en su nuca por una redecilla, sabía perfectamente qué hacer para un simple mareo. Mientras abanicaba al bigotudo señor observaba cómo el resto del personal asistía a la parturienta. Aquello no era sino otro caso de aquel que había intentado una de dos: o ser fiel a la palabra dada a su esposa de no dejarla sola; o hacerse el valiente para acabar sucumbiendo.


¡Ya viene, Emerilda, ven rápido si quieres ver! —llamó el doctor que estaba sentado frente a las piernas abiertas de su gritona paciente. Su llamada provocó que otra joven diera una carrerita para entrar en el paritorio a la vez que se ponía unos guantes como los del comadrón. En pocos segundos estaba asomada sobre su hombro, con los ojos preparados para absorber cada detalle.


Clark fue consciente de cómo la nombrada Emerilda abría los ojos y luego éstos se cerraba levemente desde le párpado inferior en un gesto risueño. Luego le cubrieron la negrura y un pitido que acalló hasta los gritos de su esposa y, posteriormente, los de su nuevo retoño. Finalmente ni si quiera escuchó tal pitido, se había desmayado. Y para cuando despertó había desaparecido todo el ajetreo de la sala.


¿Qué ha pasado? —fue lo primero que preguntó, confuso, pues pensaba que solo había cerrado los ojos unos segundos.


Ya está todo hecho, caballero —respondió una voz al lado contrario de hacia donde miraba el bigotudo. Él miró hacia la enfermera que le había estado atendiendo y vigilando todo aquel rato.


¿Todo hecho…? —preguntó con la voz algo quebrada, levantándose y viendo rodar por su cuerpo el sombrero de copa, desde su pecho hasta el lateral de la camilla, donde la mano de la rubia lo interceptó. Su pesimismo nato le hizo pensar que su hijo había nacido muerto. Ni si quiera se le había ocurrido aún mirar a la camilla de al lado, donde dormían la madre con su bebé a metro y medio de distancia. Por suerte para él y para la salud de su corazón, la enfermera le hizo una señal con la cabeza para que dirigiera sus ojos verdes en aquella dirección.


Ha salido todo estupendamente. Ha sido un parto muy rápido —explicó la mujer mientras Clark se levantaba con cierto pesar, con los labios entreabiertos y expresión de no entender nada. La rubia le sostuvo el sombrero un poco más, poniéndose también en pie y yendo junto a él con una amplia sonrisa—. Ahora ambas duermen. Su señora cayó rendida, señor Maddison. Tienen ambos mi felicitación.


Otra niña… —murmuró él, mirando a ambas. Al sentir en el antebrazo la mano liviana de quien había estado cuidando de él durante aquel rato, giró la cabeza hacia ella, viendo que le tendía el sombrero y una amplia sonrisa. Sujetó el sombrero, le dedicó una agradecida sonrisa de vuelta y la siguió con la mirada mientras ella salía, dejándolos por fin a solas.


Clark se acercó un poco más, quedando de pie junto al cabecero de la camilla mientras observaba a la pequeña bolita de oscura y tupida cabellera. Aquella se parecía más a él que a su madre. No se dio cuenta de cuánto estuvo mirándola, pues el tiempo se detuvo un rato para él, solo para él. Él era lo único que existía en ese instante, él observando a su hija y a su amada esposa. Había deseado a un niño, un varón que se pareciera a él del mismo modo que su primogénita se había decantado por el aspecto de su madre. Un niño que heredara su físico y su patrimonio, pues de los intereses y los valores se encargaría la educación. Pero era otra niña. Ya imaginaba a su pequeña Linzi jugando con ella, yendo juntas a cabalgar, ayudando a su madre a cocinar y coser cuando a Stacy le diera el capricho de hacerlo. Y de repente una voz detuvo sus pensamientos.


Lo siento… —murmuró su mujer, tumbada en la cama frente a él—. Querías u niño.


Es una hija preciosa —replicó él, sonriendo levemente y alzando la mano hacia la rechonchita mejilla de la menor. Iba a acariciarla, pero al ver que su mano era casi tan grande como media niña, la apartó—. No quiero despertarla.


¿Qué haremos? —preguntó Stacy.


¿A qué te refieres?


A ella, por supuesto. Querías un niño… —insistió la mujer.


La querré igual. ¿Has visto que se parece a mí? Mira qué nariz tiene… —Clark parecía evitar el tema, y su esposa se dio cuenta de que estaba casi tan aletargado como ella misma.


Haremos lo que teníamos planeado para Linzi y haremos más hijos. En algún momento saldrá un niño, ¿no? —Stacy no se daba por vencida, a pesar de su agotamiento. Hablaba con la voz ronca.


Cállate ya. Y disfruta de tu niña. Mírala, si es que se parece a mí —repitió él de nuevo, entonando algo más serio en las dos primeras palabras.


Sí, Clark. Se parece a ti —acabó afirmando la madre, acurrucando a su hija, que se removió ligeramente para luego volver a quedar inmóvil—. Si tan solo hubiera sido niño, como tú querías…