martes, 27 de febrero de 2018

Relatos cortos de los Maddison, 04. Los establos.


Primavera del año 12 tras la apertura del Portal Oscuro.


Un día soleado en Gilneas era algo difícil, algo que indudablemente debía aprovecharse. Stacy lo sabía muy bien y no estaba dispuesta a perder tal oportunidad. Además su esposo no tenía demasiado trabajo esa mañana, así que podría prestar algo de atención a sus tres señoras y de paso echar una mano a la mayor de ellas con las dos más jóvenes, así que, definitivamente, se lo podía permitir; se llevaría a sus hijas al criadero para disfrutar del calor matutino.


Tardaron casi una hora en llegar, pues el recinto estaba a las afueras de la ciudad, hacia el noreste, y ellos vivían casi en el centro. El carruaje que las movía por las calles adoquinadas bañadas por la luz se tambaleaba cada vez que el gran caballo de tiro frenaba o iniciaba una marcha, y al menos en dos ocasiones la mujer se había arrepentido de la decisión, pues el día se nublaba un poco. Por suerte llegaron sin muchos problemas y el cielo siguió despejado.


El coche cruzó las verjas exteriores, dejando atrás la cabaña del vigilante y un par de picaderos grandes, siguió avanzando a través de los patios. Llegó hasta los edificios de oficinas, justo antes de la enorme nave de cuadras, establos, graneros, almacenes,, bañaderos y demás salas, y ahí se detuvo. Más allá de las caballerizas habían un pequeño hipódromo y más patios, pero las niñas no verían esa zona todavía, al menos hasta unos años después.


El señor Maddison llevaba ya un buen rato en una de las oficinas laterales cuando su cónyuge llegó con las pequeñas, así pues, éstas tuvieron que esperar en el despacho del varón. Por suerte era un sitio relativamente cómodo, precisamente preparado para situaciones como aquella, en las que su esposa tuviera que pasar allí un tiempo. Aparte del escritorio y varias estanterías y archivadores, tenía en un rincón un pequeño sofá y una mesa apta para dos personas adultas, además de una despensa de medio metro con algo de comida y un par de platos, vasos y cubiertos dentro.


Stacy fue directa a sentar a sus nenas allí, dejándolas entretenerse mientras ella iba a por la silla del escritorio para acomodarse al lado contrario de la mesa. Aunque Linzi no se quedó quieta mucho tiempo, se levantó para ir a explorar a pesar de las llamadas de su madre, que le insistía una y otra vez en que no tocara nada. Cuando Ruthie también se bajó del sofá, la adulta decidió no estar allí teniendo sueltos a dos pequeños torbellinos y salió ella sola con las hermanas mientras Clark terminaba la cita que tenía. Ni media hora estuvieron allí dentro antes de que las jóvenes empezaran a dar problemas.


Tuvo la suerte de que había algunas cuadras abiertas y los animales paseaban tranquilamente en uno de los patios para estirar las patas mientras limpiaban dentro. Aquel era su destino en ese momento, allá donde estuvieran las bestias. Las chiquillas estaban encantadas, como era de esperar, y la pelirroja prácticamente salió corriendo en dirección a su cuadrúpedo predilecto: una yegua blanca que siempre iba saludar a todo el que se acercaba. Stacy no se preocupó, pues era un ejemplar tan manso que bien podrían meterlo en casa y no ocasionaría más problemas que el del olor y el tamaño. El problema vino cuando la vio empezando a trepara por las tablas de madera.


Niña, ten cuidado, loquilla. Que como te caigas a ver quién te levanta luego. Lionard, con el tridente. Y te va a esparcir por el suelo como si fueras heno, para que te coman los percherones —regañó mamá, refiriéndose a un mozo que en ese instante hacía justo lo que ella describía, a unos cinco metros de distancia.


El muchacho se quitó el sombrero para saludar y luego agitó un poco en el aire la herramienta. Aquello no intimidó a Linzi; la hizo reír y trepar incluso con más ganas mientras aquella yegua ya llegaba hasta ellas con las orejas levantadas bien erguidas.


Ruthie parecía más tímida a la hora de interactuar con los peludos, por lo que la señora Maddison la sentó sobre la valla de madera, sujetándola por los costados mientras otra yegua caminaba hacia ellas, ésta totalmente contraria a la blanca, pero igual de mansa. Era de un color marrón tan oscuro que solo se notaba el verdadero color de su manto debido a los rayos del sol. La mujer le alzó la mano a su hija y se la acercó al morro a la última yegua mientras los ollares se le movían cada vez que succionaba para oler. La menor rió y miró a mamá, llevándole luego ella misma la mano con mucha cautela.


¿Quieres subir? —preguntó a Ruz, pero ésta no respondió— Venga, vamos arriba, a ver qué haces —la decisión estaba tomada. La levantó de nuevo y fue a rodear el vallado para entrar como las personas civilizadas, por la puerta dispuesta para ello. Cuando lo hizo la mayor ya se había montado ella sola en la yegua blanca para sorpresa de todos—. ¡Linzi, por la Luz Bendita, ¿te has subido ahí desde la cerca? ¡Bájate ahora mismo, que como se encabrite no tienes donde sujetarte!


Niña, ya monta’ mejo de lo que mucho’ quisieran… —trató de ayudar Lionard, hablando con aquel peculiar acento suyo que se comía letras mientras se acercaba riendo, abanicándose con el sombrero. Venía vestido sucio, sin embargo, la señora Maddison prefería que su hija se ensuciase porque un granjero la rozara con su ropa que porque realmente se cayera desde metro y medio de lomo—. Pero como que si monta’ a pelo tan chica de verdad te pue’ hace’ pasto contra’l suelo, muyiayita —dijo sin perder la sonrisa, clavando el tridente en el suelo para tener ambas manos libres antes de quitarla de allí encima.


La jaca, como era de esperar, se acercó al joven para saludar, con Linzi encima, que radiaba de ilusión y alegría por estar montando ella solita. El mozo se arremangó la camisa con energía y, cuando la tuvo a mano, la pilló bajo las axilas para levantarla, chasqueando la lengua en la parte trasera del paladar para que la bestia siguiera caminando al tiempo que la niña pelirroja reía, viendo cómo, estando ella suspendida en el sitio, el lomo blanco seguía hacia delante.


¡AleeeeHOP! —exclamó el del tridente, moviéndola por lo alto de forma poco prudente para hacerla volar un poco antes de soltarla finalmente, dándole una palmadita en la espalda— A corre’ por ahí, locuela. No de’ un disgusto’ a tu señora madre.


Gracias, Lionard —dijo la señora madre, yendo a subir a Ruthie ahora.


En aquel rato que estuvieron jugando con los caballos, Clark apareció a través de la puerta principal de las oficinas. Stacy pudo ver que le sujetaba la puerta a dos señores, uno con mucho bigote y otro con mucha barba. Los tres se quedaron un instante allí mientras seguían hablando y luego comenzaron a caminar por el camino principal del recinto, seguidos por una furtiva mirada de la castaña.


El dueño del negocio asentía con la cabeza y sonreía mientras caminaban. Sus voces se hacían más audibles a medida que se acercaban a donde estaban las mujeres, pero volvieron a perderse en el aire al seguir caminando hacia la salida, allá donde les esperaba otro coche. El chófer bajó y les abrió la puerta, esperando pacientemente mientras los caballeros se daban la mano. Se había cerrado un trato y ambas partes estaban satisfechas.


Una vez el conductor volvió a parapetarse en el asiento y tras acomodar los pies en el salpicadero y sujetar bien las riendas, el coche comenzó a moverse. Y solo cuando éste se alejó, Clark se encaminó de nuevo hacia donde estaban las Maddison, dedicando una sonrisa a la que le miraba en ese preciso momento, la adulta.


¡Venga, vamos, que viene papá! —llamó a Ruthie, quitándola de encima de la yegua oscura con cierto esfuerzo, pues la pequeña ahora no quería bajarse, y llorando recibió a su padre. Linzi por esa vez fue más obediente, pues ella iba al lugar más a menudo.


Lionard, aún en el medio del patio, observó a la familia alejarse mientras el patriarca levantaba a la llorona en brazos. Le dijo algo que no se oyó desde el montón de paja seca, la niña asintió cabizbaja y comenzaron a deshacer lo andado. La pelirroja iría corriendo de no ser porque su madre la sujetaba de una mano mientras aquella le tiraba hacia delante, riendo y saltando para hacer más fuerza contra ella.


A ve’ cuándo me veo yo asín como ello’… —el joven granjero suspiró y siguió mirándoles con una sonrisa boba en los labios— Yo tambié’ quiero una muhé —añadió mientras volvía a colocarse el sombrero y se arremangaba otra vez para tener los brazos libres antes de seguir trabajando.