jueves, 8 de marzo de 2018

Relatos cortos de los Maddison, 05. Linzi aprendiendo.


Otoño del año 14 tras la apertura del Portal Oscuro.


El frío y la lluvia no afectaban a Clark dentro del estudio de casa. La estufa de gas estaba prendida y caldeaba la habitación hasta un punto en que, si la puerta hubiera estado abierta, habría calentado también el pasillo e incluso acomodado la temperatura de la salita. Aún así algo parecía irritarle aquella noche, caminaba de un lado a otro con las manos sujetas a la espalda. Era el polo opuesto a su hija Linzi, sentada frente al escritorio de la misma sala.


La joven pelirroja tenía un codo apoyado en la madera y la mejilla reposando contra la mano del mismo brazo. Miraba unos papeles frente a ella con cara de aburrimiento, pero no los leía. En su pensar había otra cosa: el repiqueteo de las gotitas en las ventanas y el ulular del viento yendo libre entre las calles, no como ella, que en ese instante se sentía literalmente prisionera, cautiva de la silla que una fiera de mil fauces guardaba con celo. Nadie podía acercarse allí, ni ella podía huir. Si su padre la veía ojear a la ventana comenzaría a gritarle de nuevo.


Bien, vamos a intentarlo otra vez. Con otra cosa… —comentó tras una larga e incómoda quietud. Entonces Linzi pudo levantar las pupilas de los apuntes, pero para mirarle a él, fingiendo que le prestaba atención—. Una diligencia. Supón que ha de llevar una acaudalada familia a una gran fiesta de gente influyente. ¿Qué caballos usarías para ello? —preguntó.


La niña se le quedó viendo mientras hablaba, apartando la vista de él cuando terminó la cuestión y llevándola al techo, pensativa.


Los más bonitos —dijo con decisión, sin apartar los ojos de donde estaban, o al menos no hasta que vio que la figura de Clark se cernía sobre ella frente al lado contrario del escritorio.


¡No! —gritó el bigotudo a la vez que daba un par de zancadas y golpeaba el escritorio con ambas manos abiertas tras haberlas alzado a la altura de su propia cabeza. Su hija, como era de esperar, dio un fuerte respingo y se encogió sobre sí misma, apartándose un poco del escritorio y plegándose contra la silla tanto como ésta le permitió—. ¡No, maldita sea, no! —siguió ladrando. Rodeó el escritorio con pasos rápidos—. ¿Cómo demonios piensas llevar el negocio si no sabes si quiera de qué caballos hacer uso para cada situación? ¡De tiro! ¡Caballos de tiro, por la Luz bendita! ¿Tienes idea de cuánto pesas esas malditas diligencias? ¡¿Lo sabes?! —había llegado hasta la parte trasera de la silla donde Linzi sufría, la sujetó por los dos cilindros que sujetaban el respaldo y la levantó del suelo varios centímetros para volver a golpear el suelo con las patas repetidas veces. Provocó que la chiquilla se sujetara al asiento con las manos, desorbitando la mirada por la sorpresa, el temor y el vértigo que le causó verse en el aire sin sustento bajo los pies.


Tras el arranque de ira y tan estúpido intento por desahogarla con la pequeña y a la vez querer aguantar el impulso de golpearla, pagándola al final con la silla, se alejó otra vez a donde había estado antes. Subió ambas manos a la cara y respiró hondo. Aguantó el aire y luego resopló lenta y pesadamente al tiempo que se frotaba los los lagrimales y seguía la línea de la nariz hasta los labios.


La recién atacada tampoco se movía de la silla. Había encogido todo el cuerpo, incluyendo las piernas, que ahora tenía separadas del suelo, colgadas en el aire. Aún estaba tensa, con los brazos pegados a sus costados y las manos aferrando los laterales del asiento. Observaba los papeles sin leerlos, con los ojos húmedos. Hasta sus lágrimas tenían miedo de salir. Unos segundos más de silencio y su padre se giró hacia ella.


Si no te aprendes esto no sabrás qué caballos sirven para cada cosa —comenzó a explicar con la voz mucho más calmada, pero temblorosa. Se le notaba que estaba haciendo un gran esfuerzo por controlarse—. Se te va a ir el negocio al traste, te vas a quedar sin dinero y sin casa, y te vas a ver en la calle mendigando o robando para poder sobrevivir —regañó, señalándola a la cara con un dedo.


Por suerte o por acción de alguna divinidad, unos tímidos nudillos golpearon suavemente contra la puerta del estudio. El enfadado hombre respondió con un seco «qué», apretando el puño y los párpados sin llegar a girarse hacia la puerta. Ésta no se abrió, era la sirvienta llamándoles a cenar. Pero para la mujer no hubo respuesta. Su señor esperó unos segundos más, volvió a respirar y resopló. La niña recibió otras dos puñaladas de pupilas antes de que el exigente empresario se tornase al fin hacia la salida. Abrió la puerta de golpe, sobresaltando a la asistenta, que aún esperaba al otro lado de la misma. Ésta se hizo a un lado, dejando pasar al varón.


Sarah vio a la muchachita formada un ovillo a medio deshacer, cabizbaja y con un puchero que la hacía tener un aspecto más infantil del que solía mostrar. Le causó tanta ternura que se dirigió a ella, colocándose a su lado callada. Posó una mano sobre ella, acariciándole suave la coronilla antes de darle un beso en el pelo y murmurar con cariño:


Venga, tesoro, que la cena está lista y ya en la mesa, no se vaya a enfriar.


Linzi sorbió los mocos asintiendo desganada y se levantó sin alzar aún la cabeza. Bajó despacio las piernas, se deslizó de la silla y la arrimó a su sitio bajo la madera del escritorio, sin arrastrarla para que nadie más en la casa supiera de su existencia. En ese momento su mayor prioridad era pasar desapercibida para todos. Sarah la siguió mientras andaba casi en penitencia. Fue la mujer quien cerró la puerta tras salir ambas.