miércoles, 21 de marzo de 2018

Relatos cortos de los Maddison, 08. Todo un caballero, parte primera.


Verano del año 19 tras la apertura del Portal Oscuro.


Otra mañana gris en la que Linzi tenía que trabajar bajo la llovizna, una que marcaría un hito en su vida sin que, si quiera, lo sospechara. Por fortuna la correspondencia no se había mojado demasiado y había quedado en perfectas condiciones de entrega después del rato de tregua que dieron las nubes. El cielo seguía cubierto al haber llegado al barrio burgués cercano al mercado, que bullía en el momento de la leve remisión del sirimiri, aunque al menos ella, los dos caballos y el correo estaban secos. Lo que la detenía ahora era la inseguridad de si la bonita casita del típico estilo victoriano que miraba era la que buscaba. El ser una vivienda en esquina era lo que la desorientaba, pues no había datos sobre tal detalle en la libretilla de direcciones que reposaba sobre su regazo.


La joven de doce años montaba con ambas piernas a un lado del lomo de Sildrin, pues tenía que subir y bajar cada vez que llegaba a alguno de sus destinos, sin embargo en aquella ocasión todavía estaba sobre el animal. Entrecerró los párpados se inclinó hacia delante, buscando en la fachada un número, un nombre o algún identificativo de qué familia vivía ahí. Y al tener por fin la certeza de que ese era el sitio, bajó de la montura, deslizándose hacia el suelo para ir a llamar, pero los adoquines sí estaban aún húmedos y la hicieron resbalar. No llegó a caerse únicamente gracias a que todavía estaba sujetando las riendas. El corcel dio un respingo, moviendo la cabeza hacia atrás de golpe y retirándose un par de pasos.


Sshhh, tranquilo, chico… No quería asustarte. Tsk, cuando tú te resbalas no pasa nada y quien se asusta soy yo, ¿sabes? Que soy la que va encima tuya… —regañó al pobre ser mientras se dirigía al otro, atado a la silla del primero, en busca de lo destinado allí.


La puerta lucía un gran llamador de bronce ornamentado, con forma de cabeza de lobo. Uno que tenía aspecto de hacer un gran estruendo solo por golpear suave la puerta, debido a su peso. De hecho, no hizo falta llamar fuerte. La cartera aguardó un poco con el objeto en las manos, y al ser recibida, tuvo que retroceder para ver bien a quien la recibía.


Abrió un joven adulto de unos veinticinco años, bastante alto e imponente, bien vestido y de aspecto severo, serio y ceñudo. Debía medir alrededor de metro ochenta y pico, demasiado alto para que la chiquilla pudiera señalara su altura con una mano. No era un sirviente, su elegante indumentaria, la cara bien afeitada y el pelo negro, bien recortado y peinado, dejaban claro su estatus social; era el señor de la casa, todo un caballero, uno mucho más elegante que su propio padre. Pero con aspecto de hastío y unas ojeras que se marcaban más en su blanca piel. Además la miraba como si hubiera hecho algo muy malo al llamar allí, aquél parecía su rostro al natural. El leve olor a alcohol que desprendía no ayudó a la confianza de la adolescente, aunque no parecía hebrio.


Lo que más sacó a la muchacha de su papel fue oír una voz femenina que hablaba quebrada desde dentro de la casa. Tal era la desesperación de la mujer, que ni si quiera se le entendió qué decía. El hombre cerró los párpados al escucharla, frunciendo los labios y levantando la mano con la palma hacia quien acababa de llamar a su casa, que casi iba a anunciar que traía un envío para él, aunque fue cortada. Era un gesto de petición, quería que esperase un momento. La chica rodó los ojos y se quedó allí, mirando el llamador con paciencia.


Ruego me disculpe —pidió el moreno con tono áspero y resignado, cerrando la puerta antes de hablar de nuevo. Por supuesto, su voz de barítono, igual de cálida que severa, pudo escucharse a través de la madera incluso tratando él de exclamar en voz baja—. ¡Basta! ¡¿No has tenido suficiente por hoy?! Por una vez, ¡cállate!


Tras el rapapolvo, el silencio, roto tan solo por algunos golpes y pasos, dejó a la pelirroja descolocada y tensa frente a la casa durante unos segundos. El varón volvió a hacer acto de presencia, con una expresión aún más cansada y el porte renovado.


Lamento el percance, señorita. Buen día —saludó entonces, mirando primero a las bestias y luego a ella.


Necesito que me firme aquí… —alzó el paquete hacia él, sonriendo con jovialidad. Debía fingir la simpatía que su padre quería que tuviera hacia los clientes, a pesar de que aquél le imponía como un demonio—. Oh, no —añadió entonces cuando se dio cuenta de que se había dejado la libretilla en el animal de carga, por lo que retornó hacia él sin entregar nada aún.


Ah, ya era hora —dijo con cierto alivio al reconocer que era el correo, mirando otra vez entonces a los corceles tras seguirla con la vista—. ¿De quién son los caballos? —preguntó con interés mientras sacaba dinero de un bolsillo.


Son nuestros, señor. Crianza propia —respondió mientras caminaba hacia él con lo que había ido a recuperar, dando otro resbalón por el camino y maldiciendo la vida para su interior, avergonzada por el desliz y por como era observada por aquella mirada penetrante—. Uf, el suelo mojado… —se excusó sonriendo con timidez. Le dio por fin su correspondencia y el bloc—. ¿Luciussss…? —preguntó buscando su nombre en el listado para señalarle dónde dejar la rúbrica.


Lucius Arkwright —aclaró él, sacando su propia pluma del bolsillo de la chaqueta—. Son formidables. Me gustaría conocer el nombre de su familia y la ubicación de los establos, a ser posible —pidió con palabras formales, empleando un vocabulario agradable que contrastaba con su tono duro, distante y aparentemente apático. Le devolvió el listado junto con el dinero de la entrega.


Somos Maddison —dijo con una sonrisa al recoger todo, comenzando a anotar algunas cosas— Lo tenemos al sureste, señor. Fuera de la ciudad —informó con ánimo, viendo un posible comprador que obviamente se atribuiría si llegaba a hacer algún trato. Aquello podía hacer que se ganase el favor de su padre y le permitiese saltarse las salidas a enviar correo, ella prefería estar con los cuadrúpedos. Pero un tercer resbalón la hizo ponerse muy seria, con cara de susto y sorpresa—. ¡Detesto este clima! —se quejó con un susurro demasiado fuerte, enrabietada.


Rodando los ojos y dejando su torpeza de lado, el varón le hizo un par de preguntas más, las cuales fueron respondidas de forma clara por la jovencísima cartera. Tras terminar de presentarse a sí misma y al otro negocio familiar, además de fijarse en los preciosos iris del tipo, del mismo color que el cielo en ese instante, el burgués se despidió:


Mañana por la tarde iré al criadero de su familia, mi caballo está en sus últimas. Hágalo saber —indicó dando el encuentro por concluido—. Que tenga un buen día.


¡Por supuesto! También usted —deseó la repartidora, dedicándole la más encantadora de sus expresiones y asintiendo mientras subía con cierto trabajo a la montura.


Sildrin no necesitó si quiera ser espoleado, comenzó a caminar en cuanto sintió que Linzi se quedaba quieta sobre él. Definitivamente las cabalgaduras de los Maddison eran magníficas incluso para eso. Su jinete solo tenía que guiarle hacia donde quería que fuera, si ésta no torcía las riendas, el animal seguiría recto.