martes, 27 de marzo de 2018

Relatos cortos de los Maddison, 09. Pequeñas alimañas, parte primera.


15 de Noviembre del año 20 tras la apertura del Portal Oscuro.


Hacía dos días del aniversario de su hermana mayor, que cumplía trece años aquel invierno, y ninguna de las dos esperaba tal información: la boda de Ruthie había sido arreglada con un señor más bien poco conocido. Stacy dijo que no debía preocuparse por su físico, pues Agrew Adams de O’fee era alguien joven y apuesto a pesar de que le sobraban unos cuantos kilos. No le describió en detalle, dejándole por asegurado que le conocería durante esa semana.


Prácticamente desde que tenía recuerdo había recibido instrucciones de su madre guiadas hacia el día de su boda y su vida como mujer perteneciente a la nobleza. Siempre se apuntaba mentalmente consejos sobre etiqueta, sobre cómo contentar a la gente a su alrededor y dar una imagen exquisita de sí misma. Sabía que cualquier día podría llegar la noticia de su casamiento, y así había sido, pero su cuerpo no reaccionó como muchas veces había fantaseado que ocurriría. No se sentía emocionada, ni feliz, ni si quiera impaciente o intrigada. Estaba totalmente apática e indiferente.


Ruz o dejó de pensar en todo desde que su madre les comunicó el bombazo, como era lógico, y esa tarde tenía la oportunidad de despejarse de los pensamientos domésticos, por lo que fue a dar un largo paseo. Sin embargo, incluso con las distracciones que la ciudad podía ofrecer a su atareado cerebro, la atención seguía prestándosela al mismo tema. Hasta el punto de llegar a perderse en un barrio que jamás había visto antes.


En cuanto volvió a ser consciente de su alrededor se percató de que el pasaje que recorría no bullía con la vida del mercado o la urgencia de las zonas obreras, ni existía en él el ánimo de las calles dedicadas al ocio y a los instintos más naturales. Las casas que la rodeaban no tenían ventanas, y muchas de ellas también carecían de puertas. Casi todos los huecos estaban tapados con maderos o cortinas, los muros lucían agujeros y roturas y desde luego no había farolas junto a la calzada. Aquel rincón de Gilneas daba la sensación de haber sido abandonado hacía años. Y aún con todo, tenía la sensación de que no estaba sola.


En un lugar tan silencioso era más difícil para su perseguidor pasar desapercibido y la chica se hubo percatado de que había alguien entre las chabolas. A pesar de que no tenía ni la menor idea de dónde se encontraba aceleró con la esperanza de que en cualquier cruce volvería a encontrarse entre el bullicio de la tarde y reconocería algún edificio. Craso error. Su vestido y el sonido de sus zapatos tampoco ayudaban a disimular su presencia, y los toc-tocs de cada uno de sus pasos hicieron más ruido al avivar sus piernas. Tal angustia no duró eternamente, para bien o para mal.


Torcía en las esquinas sin molestarse lo más mínimo en ver hacia dónde llevaba la siguiente vía, lo cual fue su perdición. El último ángulo dejado atrás la llevó a una plaza que daba a los canales de la ciudad. Se adentró en la misma en busca de alguna otra salida rápida, parecía ser el típico rincón romántico ideado para parejas que buscasen un poco de intimidad y soledad. No estaba cumpliendo su función inicial en ese momento.


Llegó incluso a asomarse al agua para comprobar si podía huir por allí, ante la posibilidad de que estuviera seco o existiera algún alféizar que le permitiera escabullirse aunque fuera peligrosamente, sin embargo no tuvo esa suerte. Acabó quedándose sin opciones y no tuvo más remedio que encarar a quien la espiaba. Para su tremenda sorpresa era un joven casi de su edad quien se había delatado en el centro de su única escapatoria. Lo que más destacaba del muchacho era su delgadez y la corta melena de color rubio platino, cuya longitud era muy similar a la de el cabello de ella.


Déjame… —pidió la castaña.


¿Cuántos años tienes? —inquirió el otro de vuelta, casi sin dejarle tiempo de hablar—. ¿Sabes que es peligroso para una niña como tú andar por aquí?


La voz de él era perfectamente acorde a su cuerpo, algo nasal e infantil, tampoco había entrado en la pubertad aún. Tras pensar si debía responder su edad, la adolescente respondió en voz baja:


Tengo once años —su tono era débil. Se le notaba que estaba asustada. Bajó la cabeza mientras era observada.


Entonces tienes que saber lo que son las putas, ¿no? —la burguesa le miró con sorpresa y gesto de desagrado e incomodidad por su vulgarismo—. Son mujeres que tienen sexo con hombres a cambio de dinero. Pero no todas lo hacen porque quieren, a muchas las obligan —comenzó a explicar de buena fe el canijo—. Y los hombres que obligan a las mujeres a hacer eso viven por aquí cerca. Tú casi tienes la edad perfecta, no deberías estar aquí —advirtió.


La expresión de la recién prometida lo decía todo: estaba desesperada por volver a casa. Sus ojos comenzaron a humedecerse. Tenía miedo, sentía vergüenza y urgencia. Se preguntaba por qué el desconocido le explicaba aquello y solo quería salir de allí cuanto antes y no sabía cómo. Para colmo, enterarse de que había ese tipo de gente en la zona que tenía que volver a cruzar, la puso más nerviosa todavía.


No te preocupes, yo te sacaré de aquí —dijo entonces el que la había seguido—. Me llamo Cereza. No te metas conmigo o te dejo aquí —se presentó, advirtiendo rápidamente para evitar burlas sobre su nombre.


Yo… soy Ruthie —le miraba con cierta desconfianza a la vez que algo de esperanza. Le veía dispuesto a ayudarla, pero continuaba sin saber quién era el pequeño espía.


Entonces el recién presentado le dio la espalda comenzando a caminar con decisión. No llegó a esperarla, pues sabía que iría con él. Y desde luego la ansiosa muchacha fue corriendo, aunque guardando una buena distancia de seguridad tras su espalda.


¿Y cómo sabes eso? —preguntó tras haber recorrido varias vías.


Los de la banda saben muchas cosas —confesó el canijo, arrepintiéndose en el acto de lo que dijo. Se giró hacia ella rápidamente sin dejar de caminar—. No le digas a nadie que te lo he dicho —advirtió. La joven negó rápidamente—. Y no te preocupes, yo cuidaré de ti. No te harán nada si estoy contigo.


¿Por qué me ayudas? No tengo dinero para pagarte.


No quiero que me pagues. Mis amigos de la banda siempre dicen que hay que ayudar a los niños. Incluso a los que no son pobres o huérfanos.


La conversación terminó ahí a pesar de que la chica tenía mil y una preguntas; alguien les interrumpió. Se dirigían hacia un par de adultos que charlaban despreocupadamente a la mitad de la avenida que estaban recorriendo. Cereza murmuró a Ruthie que no se alejara de su vera y que no se detuviera aunque le parasen a él. Estaban ya muy cerca de un barrio habitado y el chico le indicó los tres últimos giros que debía hacer para llegar a una zona más segura. La primera esquina a la izquierda, debía correr unos treinta metros. La siguiente tenía que cruzarla a la derecha, en la segunda calle que ofreciera tal posibilidad. La última a la izquierda de nuevo. La castaña lo memorizó y antes de que pudiera preguntarle qué haría, los tipos les pararon el paso.


Ruthie vio cómo su guía sacaba una navaja y algo más, un trozo metálico sin forma que lanzó a uno de los dos que les cortaban el camino. Gritó al ver que al adulto se le había clavado aquello en un pectoral y soltaba toda clase de improperios, maldiciones y juramentos.


¡CORRE! —gritó el rubio, lanzándose hacia el segundo varón con la navaja en alto mientras el otro aún se quejaba y retrocedía un par de pasos, echándose mano al trozo de metal para intentar arrancárselo.


Maddison no dudó. Se arremangó el vestido y comenzó a correr tan rápido como cuando algún caballo comenzaba a seguirla en los establos con intenciones ambiguas. No se detuvo incluso aunque le dolieron los pies por correr con el calzado que llevaba, ni si quiera con el dolor de pecho, que le ardía junto con la garganta por el frenesí y la sequedad. No miró atrás, solo corrió, siguiendo el camino que le había indicado Cereza. Únicamente cuando tuvo que esquivar a un par de personas se permitió la libertad de tomarse un descanso. Comprobó que nadie iba tras ella, pero no paró a constatar dos veces aquel dato. En cuanto hubo recuperado el aliento emprendió el recorrido en dirección a la catedral, cuyas campanadas se acababan de escuchar en el aire: cinco. Era la hora justa a la que empezaba a oscurecer y debía darse prisa.


Afortunadamente topó pronto con una zona conocida y desde ahí fue capaz de encontrar la vuelta a casa. No llegó demasiado tarde, aunque le cayó reprimenda por haber estado tanto tiempo fuera y por haber estropeado los zapatos. Stacy le encaró que no debía mostrar un aspecto tan desaliñado delante de su futuro esposo, luego la incitó a darse un baño y a arreglarse para la hora de cenar. No llegó a preguntarle dónde había estado ni por qué traía tal cara de agotamiento, cosa que la joven adolescente agradeció. La señora Maddison, sin embargo, comprendería rato después el estado apático de su hija menor cuando ésta la llamó desde la bañera, alarmada porque tenía sangre en las ingles.