viernes, 6 de abril de 2018

Relatos cortos de Ruthie Maddison, 001. Migración.


6 de abril del año 28 tras la apertura del Portal Oscuro.


No supo con certeza si pasaron días o semanas, pero visitó más pueblos que en toda su vida. La adolescente jamás había sospechado que en Gilneas hubiera tantas villas y poblados, y probablemente muchos otros civiles comprenderían perfectamente sus pensamientos en aquella huida por el reino. Ni si quiera estaba segura de qué era lo que les perseguía. ¿Zombies, orcos, licántropos, dos de ellos, todos…? Nada le resultaba claro. Lo único definitivo fue el destino de los supervivientes gilneanos: aquellos que aguantaron y vieron más importante su propia existencia que sus hogares y orgullos, llegaron hasta los barcos de los elfos, que los llevaron al gigantesco y maravilloso árbol-ciudad.


La castaña no vivió un buen viaje intercontinental. Nunca había montado en barco y aquel tramo fue demasiado largo para ser el primero, aunque al menos consiguió no vomitar lo poco de lo que su cuerpo quería nutrirse. Las mujeres con vestidos, cada cabellera pelirroja y todas las pieles azuladas la hacían recordar a aquel monstruo devorando a su hermana. Siempre que volvía a revivirlo se le producían unas sensaciones igual de intensas que la primera vez que lo vislumbró. Pavor, cuanto menos. Cuando la gente que más cerca tenía la veía temblar y llorar mirando al vacío, sin responder a llamadas, ni a zarandeos, ni al vaivén del barco, sabían que estaba volviendo a tener un ataque de pánico. Ruthie quedó severamente traumatizada, aquel encuentro dejó en ella una fuerte fobia a los huargens y a los lobos. No volvería a ver igual tampoco a los perros, ni si quiera a los elfos. Y se dirigía a una sociedad llena de ellos.


Las veces que estuvo lúcida dedujo fácilmente que no podía vivir allí para siempre, tenía muy claro que quería ir a la ciudad humana de la que muchos hablaban, por mucho que le costase. Sin embargo, una vez los barcos arribaron a su destino, la muchacha quedó maravillada. Un árbol inimaginablemente grande cuya sola imagen irradiaba una calma y una sensación de protección que sobrecogía tanto a humanos como a elfos, incluso estando los últimos acostumbrados al mismo. Ya no existía burguesía entre aquellos barcos, ni pobreza, rumores, riquezas… las diferencias de las clases sociales empequeñecieron ante la aparición en el horizonte de Teldrassil, y el silencio de admiración se hizo notar durante las últimas millas.


La urbe no fue menos. Parecían vivir en pleno bosque, o esa era la sensación que dio a la joven las primeras noches, pero a la vez las paredes y los suelos que pisaba eran los mismos techos que la cubrían. Se sentía totalmente cubierta y abrazada por Teldrassil y Darnassus. No se vería capaz de describir aquello de estar a la vez bajo techo y al aire libre.


Los elfos, a pesar de las extremas diferencias morfológicas y tradicionales, no eran menos. Al menos aquellos con los que había tratado. La mayoría, si no todos los que llegó a ver, trataban a los humanos con la comprensión de una madre hacia un niño perdido que no era su hijo. Percibía una compasión que apreció y agradeció. No comprendía que las sacerdotisas y los druidas que había en el Roble Quejumbroso hacían aquello justamente porque se consideraban responsables de la maldición que caía sobre aquellos humanos. A ella simplemente seguían recordándole a su propia progenitora, por lo que las recaídas eran diarias, sufría tan solo de verles cerca. No llegó a estar ni una semana en el árbol antes de pedir el traslado, junto con tantos otros gilneanos que también preferían el otro continente. Un segundo viaje larguísimo le produjo nuevas decenas de mareos. Lamentablemente fue ya al final del recorrido cuando su cuerpo pareció empezar a acostumbrándose a la nao.


Ventormenta, empezando en el puerto y siguiendo hasta el mercado, le resultó igual de grandiosa. Totalmente contraria a Gilneas, la ciudad de los leones era gris y blanca, predominaban las construcciones de piedra y carecían de lámparas de gas. Las máquinas de vapor a las que tan acostumbrada estaba parecían ser cosa de gnomos, aquellos hombres diminutos que veía corretear en el puerto entre otros hombres pequeñitos más grandes y gordos. La chica no había visto nada similar, prácticamente todo era una novedad para ella.


Agradecía el clima cálido y radiante. Pensó que los cielos de su ciudad natal estaban casi siempre cubiertos porque se quedaban todo el sol allí al sur. En cierto momento vio un ramo de rosas rojas colgado de un muro y le dio la sensación de que incluso las flores parecían más vivas y felices en aquel lugar, más infantiles y delgadas. Hasta se maravilló pensando que los rosales de allí probablemente no tendrían espinas, aunque seguían resultándole más exuberantes y hermosas las crecidas en Gilneas. Sin embargo, no se paró a comprobar aquello de las púas, prefería aprovechar cuanto tiempo pudiera para encontrar techo bajo el que guarecerse durante las noches venideras.


Empezó a caminar y se dio cuenta de que aquella polis tenía también más desniveles. Tan solo para llegar a la zona habitable tuvo que enfrentarse a la escalinata más grande que había visto en sus diecinueve años de vida, cosa que le mereció la pena cuando empezó a pulular por las calles. A lo tonto llegó hasta una zona abierta en la que descubrió que había un lago bastante alejado de la civilización. Por suerte no tuvo que luchar contra muchos peldaños más para llegar allí.


Lo que hizo después fue realmente vergonzoso para ella. Tras llegar hasta una zona relativamente oculta de la vista de la gente imitó a aquellos pueblerinos que tanta repulsa le causaban de niña: lavar allí su vestido, no sin dedicar a tal situación una resignada expresión de asco. Dio gracias a todas las divinidades porque nadie la llegase a ver. Al ver la ropa secada aprovechó para bañarse ella misma en el agua natural, sin bañeras, ni jabones. Y cuando finalmente pudo volver a vestirse como una señorita, tras acicalarse como los medios le permitían, lavó también su armadura de cuero. Ahora solo le quedaba dejarla secar también, pero mientras tanto cortó una flor, se la puso en el cabello, volvió a ocultarse el puñal en el escote e hizo uso del abanico de su hermana, observando diminutas figuras proseguir sus rutinas allá arriba entre los adoquines.


Pasó el resto del día explorando la ciudad hasta que encontró un hueco por el que colarse entre las verjas que cerraban un túnel de alcantarillas. Sus primeros días de supervivencia en Ventormenta serían prácticamente idénticos a los últimos meses en la ruinosa y oscura ciudad abandonada.