domingo, 10 de junio de 2018

Relatos cortos de Ruthie Maddison, 009. Ojos curiosos, capítulo 01: Un paquete muy inoportuno.


Verano del año 28 tras la apertura del Portal Oscuro.


Esa noche ni si quiera se veía en condiciones de llegar hasta Villa Azora, por lo que la pasó en la posada Orgullo de León. Y no fue peor momento para quedarse en aquella población, pues la mañana siguiente alguien buscaba a Ivano con intención de hacerle entrega de un inesperado paquete, del cual decidió encargarse ella.


Se trataba de una gran caja de color negro, de unos treinta centímetros de ancho y poco más de medio metro de largo. Ruthie tuvo que esforzarse un poco al levantarla, haciendo uso solo del brazo derecho, pues la mano izquierda, algo hinchada, aún le dolía al cerrarla. Por suerte tenía la ayuda de Berthold, a quien se había encontrado en el mismo edificio del que ahora salía en busca de un lugar menos concurrido, yendo a parar a la sombra de un árbol.


Ambos estuvieron un rato hablando acerca de lo ocurrido la jornada anterior. La joven le explicó el motivo de su enfado hacia el recluta, recibiendo entonces la información de que el alteraquí ya había visto a más de un hombre descerebrarse bajo el mando de los oficiales del cuartel.


En ese lugar veo cómo la gente cambia sin remedio, cómo van adoptando las costumbres con las que protege a sus ciudadanos con firmeza, en otras situaciones donde no tienen porque tenerla —explicó—. Son como... armas andantes, y solo eso. Temo que a él le pase lo mismo.


Aquello no hizo sino preocupar más a la muchacha. Desde luego Maddison no quería acabar con un hombre que la tratase como si fuera un animal de ganado, como antaño había hecho su padre.


No pienso dejar que le hagan eso a Ivano. No pienso dejar... —buscó las palabras, pues la fiereza con que quería decir las cosas le nubló el vocabulario un momento— que me hable siempre así…


No he notado eso en él en mi caso. Cuando estaba fuera del ejército tomaba una actitud amable y bonachona. No podía evitar hacerlo tampoco cuando estábamos de guardia. Él invirtió eso, lo hizo al revés; pasó su actitud al horario de trabajo. Por eso me resulta extraño… —repuso el varón después.


¿Crees que tiene que ver con todo eso? —preguntó la mensajera mirando aquel misterioso envío que tenía hacer llegar.


No lo sé. Lo cierto es que no me preocupa, porque estoy seguro de que no, aún así, mi seguridad no responde a las cosas de las que no tengo conocimiento. Habrá que averiguarlo.


El último comentario fue todo lo que ella necesitó. Miró a su amigo y luego se levantó, poniéndose frente al arca y buscando de inmediato cómo abrirla. No le fue difícil, no había ningún tipo de cerradura o seguro, más que dos pequeños cerrojos que simplemente mantenían los objetos dentro de donde tenían que estar. Quien fuera que hubiera mandado aquello debía tener muy seguro que llegaría sin interrupciones ni accidentes hasta su destinatario.


¿Vas a ver su contenido…?


Voy a intentarlo.


Tú... ¿Crees que sea correcto hacerlo? —preguntó el gigantón mientras se frotaba un brazo con la mano contraria, evidentemente incómodo con formar parte de aquello—. ¿No confías en él?


No es en él en quien no confío —la castaña abrió la tapa y echó un ojo a lo que traía. Sabía que el otro le había preguntado algo más, pero no lo llegó a escuchar bien, pues ya estaba embobada con lo que estaba viendo.


Lo primero que llamó su atención fue la hermosa empuñadura de un desgastado estoque gilneano, engalanada con oro y plata, el emblema de su ciudad natal en la base y un grabado que informaba el dueño que tuvo una vez, “T. Fabinson”. La hoja del arma, sin embargo, estaba quebrada a la mitad. Además había un gastado libro encuadernado en rojo y con título dorado, un lienzo enmarcado y cubierto por una tela blanca, y bajo todo, una carta.


Esto es… Te… Tiziano… —murmuró la de ojos curiosos, levantando un poco la media arma, sin llegar a sacarla, para acto seguido mirar a su alrededor.


Quiso asegurarse de que no había nadie cerca, sacó el lienzo y lo descubrió, pero tuvo que volver a taparlo rápidamente, pues a unos metros pasaron dos conocidos. Los nervios no la dejaron fijarse bien en si realmente estaban o no solos. Por suerte aquel par pasaba de largo, así que, tras recomponerse del salto que le dio el corazón en el pecho, volvió a las andadas. En esa ocasión pudo ver que aquello que con tanto mimo estaba tapado, era un retrato familiar. Uno que le sacó lágrimas de confusión. Aquel cuadro mostraba a un barbudo señor que estaba en pie junto a una silla, con una mano apoyada sobre el hombro de una hermosa señora de piel blanca, cabello claro y ojos verdes, iguales a los de uno de los muchachos, éste además vestido en uniforme azul y portando el arma, aún entera. El otro de los dos hermanos era un aniñado Ivano, sin duda alguna. Ninguno de los cuatro tenía la mínima apariencia de una familia de campestres, sino más bien todo lo contrario. Aquellos ropajes eran caros, cuanto menos.


Ruthie hizo una seña con la mano hacia Berthold para que se acercara a mirar la pintura, pero éste se negó, lo cual no hizo mucha gracia a la joven. Ésta le dio la vuelta al lienzo, prácticamente obligando a su amigo a ver la escena.


¿No se supone que era granjero? Esto no son ropas de granjeros... Ni la espada de un granjero. ¿Y un retrato de familia? ¿Qué granjero podría permitirse uno...? ¿Y esas ropas...? —listó la gilneana.


Él era un noble… —dedujo el rubio con enorme sorpresa, apartando entonces la mirada, aún fastidiado con todo aquello—. Bueno, ha sabido esconderlo bien sin duda.


Mientras seguían intercambiando unas palabras más acerca de nobles que querían llevar vidas humilde y viceversa, la cotilla volvió a cubrir el marco y lo guardó, reparando entonces en la carta. La tomó entre sus dedos y se acomodó contra el parterre donde crecía el árbol que les daba sombra. Observó la rosa del sello de cera roja y se lo quedó mirando un momento mientras el alteraquí seguía intentando convencerla de que era suficiente, pero acabó abriéndolo igualmente. El tallo de la flor se rompió levemente, aunque no le costaría repararlo más tarde con sus propias herramientas de inscripción.


No puede ser… —su primera reacción fue abrir mucho los ojos, cerrar la carta y luego los párpados. Acto seguido, tras respirar hondo un par de veces, volvió a leer, ya dando indicios de que iba a echarse a llorar en cualquier instante.


Oye, para. Te está afectando… —pidió finalmente el varón, inclinándose un poco hacia ella, hablándole con la delicadeza y comprensión de un padre preocupado. Él no quería mirar la nota, pero sin si quiera ojearla pudo ver perfectamente que la caligrafía era femenina, de letras rojas, con dos únicas línea escritas en el centro y unas iniciales como firma.


Está viva… —susurró la gilneana, más para sí que para informar a su amigo. Se llevó una mano a la cara, incapaz de moverse.


¿Eh?


Su prometida —aclaró, acabando por mostrarle la cara escrita del papel.


Desconocía que estaba comprometido... —dijo Berthold tras unos segundos de tenso silencio, tomando la carta, que no llegó a leer, y guardándola cuidadosamente tal como estaba junto al resto de objetos—. Esto... cambia muchas cosas, supongo —habló entre pausas, también él un poco hundido con tantas revelaciones.


Yo en un principio desconocía que era huargen. ¿Cuántas cosas oculta este hombre...? —a Maddison se le rompió la voz al preguntar aquello. Miraba al gigante con la cara llena de lágrimas.


Sinceramente no sé muy bien que decir. Te ocultó que era un huargen, pero he de decir que fue por tu bien al conocer tu miedo. Quizá buscaba una forma de decírtelo, para ayudarte a no temerle, por no perderte —intentó excusar Ravengaard—. Pero ocultar esto… —miró la caja, buscando las palabras—. No se me ocurre una razón. Quizá porque creía que ya no quedaba nada de su antigua vida. Pero no por ello debería haberlo ocultado.


La conversación de ambos se detuvo de forma abrupta, pues en un segundo de silencio escucharon las voces de dos personas que se acercaba, era nada menos que el destinatario de todo aquello. Una mujer que venía hablándole le llamó por su apellido. La mensajera levantó la cabeza al oírlo, mirando a su paisano como si acabara de presenciar a un muerto levantándose de la tumba. Y la compañía femenina que el otro traía, y que se separó de él al pasar junto al cuartel, no ayudó a calmar las sospechas de la muchacha.


En cuanto Ivano saludó y no recibió respuesta de ninguno, se dio cuenta de que algo iba mal. Sus sospechas se confirmaron al ver la cara llena de lágrimas de su pareja, quien se levantó, llevándose una mano al pecho al notar que su respiración estaba alterada. El recluta se quitó el yelmo de la armadura y se lo colgó al cinto, acercándose a la castaña a la vez que preguntaba qué ocurría. Sin embargo ésta se alejó hacia el otro, negando con la cabeza en gesto de advertencia, sin decir nada.


Ha llegado esto para ti. He de decirte que te será un terremoto de emociones confusas —avisó el alteraquí, confiando en que el recién llegado pudiera entender todo al ver el contenido de la caja—. ¿Quieres ir a la posada, o crees poder manejarlo? —preguntó entonces a la chica en voz baja, mientras el moreno se arrodillaba para abrir el paquete.


No quiero estar con él… —afirmó Ruz, asintiendo y comenzando a alejarse.


Ve e intenta calmarte, ¿sí? Hablaré con él y pediré toda la información posible. Déjamelo a mi. Confía en mi, ¿vale? Si quieres, puedes ir a casa —ofreció el gigante, tendiendo a la llorona la llave de su hogar mientras ambos escuchaban al ex granjero murmurar con voz temblorosa el nombre de su hermano una y otra vez—. Ve. Que estés aquí lo hará peor para ambos.


La joven sentía que le temblaban los labios, y para cuando dio la espalda a los dos hombres y se alejó unos pasos, ya estaba escuchando al huargen dejar de ser la fiera que ella temía. E hizo caso, o lo intentó. Puso rumbo a Villa Azora, aunque el día no había terminado para ninguno de los tres.